sábado, 20 de septiembre de 2008

El hombre de hielo

Dirigió sus ojos hacia el este, donde el horizonte empezaba a adquirir un bello tono dorado. Sonrió tristemente al contemplar el que sería su último amanecer. Tal vez le quedara sólo una hora, tal vez menos. Pronto saldría el sol, y llegarían hasta él los rayos mortales, clavándose en su cuerpo como dagas envenenadas.
Descubrir la traición le había dejado helado. Y ahora sentía cómo su cabeza, sus miembros, todo su cuerpo empezaba a derretirse. Unos grados más, unos minutos más y todo habría terminado.
Ni siquiera le dolía pensar cómo había llegado a esa situación. Los hombres helados solo tienen un corazón de roca, y la roca no puede sentir el dolor.
El agua empezaba a escapar en forma de gotas que resbalaban por su rostro. Sus dedos se habían transformado en pequeños ríos que conducían hasta el suelo todo lo que habían sido sus brazos. Se empezaba a hundir en la tierra, en el barro que habían formado sus piernas mezcladas con la arena.
El sol ya estaba por encima del horizonte. Llegaba la hora final. La noche le había arropado con su manto frío, en un intento desesperado de conservarle. La noche, esa última amante que le había demostrado su amor, cuando ya era demasiado tarde.
Los recuerdos empezaban a resultarle borrosos. Dentro de su cabeza se había formado un océano en el que navegaban sin rumbo las últimas palabras de odio, el gesto de desprecio y la amenaza del abandono. Y en medio de la tempestad, comandando un barco fantasma, ella. Se sintió sumergir en un torbellino de agonía y burla. Hacía demasiado calor. Yo también te odio, pensó.
Bajo los rayos del sol de la mañana, el golpe de una roca contra el suelo rompió el silencio en el parque.

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